El 17 de enero de 1966, los escasos y voluminosos aparatos de radio que había en Palomares, una pedanía del almeriense Cuevas del Almanzora, ronroneaban melancólicos El sonido del silencio, de Simon y Garfunkel. De repente un estruendo dejó boquiabiertos a los pescadores que esa mañana rondaban la desembocadura del río Almanzora. Acababan de colisionar un bombardero B-52 y un avión nodriza de la base de Morón de las Fuerzas Aéreas de EEUU. Allí despeñaron cuatro bombas de 1,5 megatones cada una y se detonaron los explosivos convencionales que llevaban aunque no se produjo una explosión nuclear en cadena. El último de los artefactos atómicos tardó 80 días en localizarse. Para entonces nueve kilos de combustible nuclear se diseminaron por la zona, en forma de óxidos de plutonio, uranio y americio fundamentalmente. La dictadura franquista, presionada por Washington, mantuvo en secreto cualquier información científica o médica. Y sus brazos ejecutores se encargaron eficazmente de reprimir cualquier protesta por el incidente. El propagandístico baño de Fraga en el litoral afectado intentó sin éxito tranquilizar a la aterrorizada población. Pero la radiactividad no perdona y una década después las mediciones constataban niveles miles de veces superiores a lo permitido. Casi 50 años después el secretario de Estado Kerry y Margallo han firmado una declaración de intenciones para la rehabilitación de Palomares y el traslado a EEUUde la tierra contaminada. (klik egin-ver más)
Rafa Martín, en Diario de Noticias