A nadie se le puede prohibir manifestarse. Faltaría más. Pero no es lo mismo hacerlo en favor de un derecho que para pedir que conciudadanos tuyos lo vean restringido. Eso es lo que hizo profundamente agresiva la manifestación del pasado sábado. Hubo gente. Pero también la solía haber en las marchas de honestos e indignadísimos ciudadanos que, hace medio siglo, colapsaban ciudades del sur estadounidense ante la injusta y antidemocrática pretensión del gobierno federal de que admitieran a miembros de la minoría negra en colegios y administración. El acto del sábado se ha saldado con varios fracasos en su haber. El primero, la respuesta en sí, inferior a la del año pasado con los mismos convocantes, y sobre todo muy inferior a las relacionadas con el caso Altsasu o la sentencia de La Manada. Por mucho que hinchen las cifras hasta el infinito o disimulen los huecos de sus fotos. El segundo revés se lo lleva la pretensión de sus organizadores de que la manifestación no se entendiera como algo contra el euskera y sus hablantes. Esa ilusión duraba lo que el visionado de un minuto de la marcha y la audición de los gritos que se coreaban en ella. En Navarra no hay tres zonas lingüísticas, sino cuatro. La cuarta, sin geografía precisa, es la Zona Vascófoba. La vimos el sábado, supremacista castellana y nacionalista española. El domingo, en una localidad de la zona Noroeste, me sorprendió la indignación de la dueña de un comercio a la que nunca antes había oído una sola palabra de política. Era ella misma, sus hijos y sus nietos a los que veía en el punto de mira de los manifestantes de la víspera. El acto ha tenido la virtud de retratarnos a todos. También al PSN y a la UGT, actores de reparto en una producción de ecos casposos y joseantonianos, con intervenciones y puesta en escena que daban más vergüenza que miedo. ¿La alternativa es eso? Si no fuera por el cirio de Podemos, yo ni me preocuparía.
Aingeru Epaltza, en Diario de Noticias