En uno de los momentos más tensos y convulsos de aquellos años tensos y convulsos, cuatro meses antes de las primeras elecciones democráticas en medio siglo, dos hombres sellaron un pacto que pasaría a la historia. Adolfo Suárez legalizó, con el respaldo del rey, el PCE. A cambio, Carrillo y los comunistas reconocieron la bandera y la monarquía. Fue sin duda uno de los acuerdos que hizo posible el tránsito a la democracia.
Que ese pacto se alcanzara fue, en su día, y desde una perspectiva política, una excelente noticia; pero que, a día de hoy, siga celebrándose del modo en que se celebra constituye una anomalía perceptiva de primera magnitud. Las categorías desde las que se asume ese episodio como algo a celebrar siguen, desde entonces, distorsionando nuestra mirada y nuestras categorías interpretativas. Rompamos el escudo: desde un punto de vista democrático, ese pacto es completamente ilegítimo. En él un gobierno de una dictadura obliga a un conjunto de ciudadanos a renunciar a algunas de sus ideas –eso es, a renunciar a su libertad– como peaje para poder hacer política. Es democráticamente desolador.
Todo esto no significa que el pacto fuera deshonroso o que Carrillo no tenía que haberse avenido. Todo lo contrario. En 1977, lo inteligente y lo democráticamente exigible era, dadas las circunstancias, ceder a ese chantaje para permitir las urnas. Lo paradójico es que en 2020 se siga presentando el episodio no como una extorsión digamos poco edificante, sino como una suerte de pacto entre iguales. Cuando la mitología al uso cae, cuando la señal que emite las claves interpretativas no es la del escudo, el rey no estaba allí “trayendo la democracia”, sino más bien salvaguardando la monarquía. Un demócrata no obliga a nadie a renunciar a ideas perfectamente legítimas. Un demócrata acepta esa discusión en libertad y permite que sea la mayoría la que dirima la cuestión. (klik egin-ver más)
Jorge Urdánoz Ganuza, en CTXT