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lunes, 4 de mayo de 2009

LA MUERTE DE UN SÍMBOLO


No quiso jamás ser nada y en su mano leyeron muchos amantes de la libertad su destino. Por su calidad alcanzó el horizonte solitario destinado a los mejores. Era la razón incontestable y fue víctima de la verdad. Supo vivir con grandeza hasta el final escaso. Tenía una fe apostólica y la transmitía con una cálida sonrisa transeúnte. Para él se había escrito la bienaventuranza de los que tienen hambre y sed de justicia. Andaba lejos del bullicio de la gloria y en compañía de los que sufrían. No vestía galas y, sin embargo, brillaba su presencia. Era gordo y calvo para disimular su aristocracia. Vivió y murió comunista no porque le acosaran las ideas sino porque le dolía el dolor. Exaltaba a los además para soslayar la gloria. A los falsos reyes solamente les pedía que no le quitaran el sol. Convocaba la intimidad cuando sonreía desde la inocencia. Escribía con una pluma mojada en emoción y consuelo. En su alma vivían los demás con holgura confortable mientras a él le quedaba solamente un rincón para el sueño. Jamás agravió por remontar su propia estatura. Su inteligencia era de arroyo plácido. Fue combatido sin que la queja revelara la injusticia a que le sometían. Aceptó su destino porque lo había elegido sin ninguna duda. Decía que no creía en Dios por no presumir de amistad tan importante. Escribió porque era su forma de respirar con armonía. Jamás creyó en la perfección y eso le hizo noble. Vivió en el seno del humor porque creía en la ética. Era más bien bajo por no estorbar a los imbéciles. Cuando le precipitaron desde la montaña profesional pensaba en el grato prado último donde vivir consigo mismo. Fue santo patrón de los perdedores. Nunca reclamó nada porque ya lo poseía. Entró en el horno de los Macabeos para librarse del bárbaro frío exterior. Denunció áticamente a los poderosos. Y combatió hasta el final por la justicia. Se llamaba Javier Ortiz. Simplemente.
Antonio Alvarez Solís (GARA )

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