Ahí lo tenemos, inmensamente encantado de haberse conocido. Miguel Sanz se nos despide sin arrepentirse de nada. Genio y figura hasta la jubilación. El logro que mayor satisfacción le causa de su época como gobernante lo constituye el binomio Itoiz-Canal de Navarra, un proyecto multimillonario que, a costa de enriquecer a unas pocas constructoras, hipoteca Navarra económica y medioambientalmente hasta límites que el contribuyente ni siquiera sospecha para, a cambio, poder regar unas cuantas robadas agrícolas y algún campo de golf. Su segundo florón es el Baluarte, nuestro carísimo palacio de los ronquidos, de programación para nonagenarios, excusa perfecta para enterrar cualquier atisbo de política cultural innovadora. Dos símbolos perfectos de lo que han sido estos 15 años de la era Sanz: un asalto continuado al presupuesto para realizar obras de dudosa rentabilidad social y una inmensa y aburridísima siesta cultural, telón de fondo para una caza de brujas soterrada contra el diferente, y muy especialmente contra el diferente en materia lingüística. Desconozco cómo quisiera ser recordado Sanz por las gentes de esta tierra. Para muchos navarros será siempre un presidente en el mejor de los casos voluntariamente ajeno y lejano. En el peor, un presidente enemigo de todo lo que siente y quiere. Sanz se va satisfecho de no haber movido un dedo por suturar las diferentes fracturas sociales de este territorio, sino más bien al contrario. Nos deja como herencia una Navarra más pobre, una Navarra que asiste atónita a la venta en pública subasta de su único instrumento de autonomía financiera, una Navarra con 43.000 parados en buena parte fruto de la política de su gabinete. Es probable que le haga bueno quien venga detrás, pero esto y sus buenas formas con sus peores críticos no le salvan de la quema en el carnaval de la memoria. No me creo que todavía no sepa a qué va a dedicarse cuando deje su puesto. Aingeru Epaltza, en Diario de Noticias
