Me pasé por varios bancos y cajas de ahorros de la ciudad para solicitar la apertura de una cuenta corriente. No llevaba buen aspecto, cierto. Aquella noche dormí en un cajero. Lo hice para comprobar si era verdad que por la noche el dinero se movía en busca de las alcantarillas. Comprobé no solo eso, sino que el dinero viajaba buscando agujeros negros. Se decía que en las tinieblas se reproducía en forma de hipotecas asesinas y comisiones que te seccionaban la yugular. Pero a lo que iba. Me presenté en la primera entidad. El empleado me observó y sentí que me radiografiaba con una elegante tristeza. Le debí parecer el retal de un desasosiego. Pero me atendió correctamente. Me preguntó por mis ingresos. Le dije que cobraba la Renta Garantizada. Me preguntó entonces por los movimientos que solía hacer, domiciliaciones y demás. Le dije que el único movimiento que realizaba a diario era ir a la oficina del paro. Y que de domiciliaciones andaba mal porque ni yo tenía domicilio fijo. Y de cosas a mi nombre tan solo el Curriculum que había dejado en cientos de ETT sin respuesta. Le aclaré, en un ejercicio de autoestima perdida, que yo en tiempos fui alguien. Que trabajé veinte años en una cadena pero que un ERE asesino me convirtió en prescindible. Mientras escuchaba mi relato él hacía otras cosas. Entonces me dijo que no cumplía requisitos. Requisitos de qué, pregunté. Usted cree esto es gratis o qué, contestó. Si quiere una cuenta debe tener tarjeta de crédito y domiciliar algo. Aunque sea su desesperación. Y eso le costará ocho euros al mes. Entonces le leí la carta de Benedicto XI (1745) a los obispos donde se declaraba pecado de usura el cobro de intereses abusivos. Y que muchos banqueros por ello fueron condenados a pena capital. Entonces llamó al guardia de seguridad. Me acusaron de subvertir el orden constitucional.
Paco Roda, en Diario de Noticias
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