Baste observar la proliferación de enseñas nacionales en pulseras, prendas de ropa, mascarillas, collares de perro y balcones; el éxito de novelas históricas y libros de historia sobre el Imperio español y las grandes gestas protagonizadas por españoles a lo largo de los siglos; o la fijación con la Leyenda Negra y el empeño en derrotarla. Ha vuelto, con ropajes nuevos, la idea de que los extranjeros no nos entienden o incluso tienen un prejuicio contra nosotros. El referente originario de la nación española ya no es la Transición, la Guerra de Independencia o las Cortes de Cádiz; ha retrocedido a un pasado más lejano, al Imperio, a Hernán Cortés o a Blas de Lezo. Por eso Pablo Casado dijo aquello de que la Hispanidad “es probablemente la etapa más brillante, no de España, sino del hombre, junto con el Imperio romano” e Isabel Díaz Ayuso afirmó, en crítica abierta a las palabras de el Papa, que el legado de España consistió en “llevar precisamente el español, y a través de las misiones, el catolicismo y, por tanto, la civilización y la libertad al continente americano”. Hay también una reivindicación orgullosa del casticismo español, de nuestras tradiciones y nuestra manera de vivir, que se ven amenazadas por los nacionalismos periféricos y por unas izquierdas que se avergüenzan de ser españolas. Lo español se asocia a una autenticidad vital, frente a una izquierda que quiere cambiar nuestras costumbres (ya sea mediante el lenguaje inclusivo, la dieta sostenible o la defensa de los animales). (klik egin-ver más)
Ignacio Sánchez-Cuenca, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. (en El País)