Tener una monarquía nos servía para dos cosas, le explicaron a mi generación en el colegio, en casa, en el telediario y demás espacios supuestamente libres de adoctrinamiento. La primera era unir a los españoles y la segunda, igual de importante, representarnos ante el mundo, ser nuestra imagen. Esto, claramente, compensaba: no es fácil encontrar a alguien capaz de unir un país mientras se maneja con soltura con el cuchillo del pescado en una cena internacional. Mi generación, la de los años 80, creció al tiempo que crecía una democracia ejemplar, surgida de una transición ejemplar, que tenía como pilar principal una monarquía que, adivinen, también era ejemplar. De lo más ejemplar, de hecho. Consulten la prensa del momento. Eran años dulces en los que todo lo que ahora sabemos no existía. Ni se le esperaba. Transición, democracia y monarquía eran todo uno. Un tridente letal. Bale, Benzema y Cristiano se quedaban cortos ante aquella conjunción. Años de gloria de una monarquía en luna de miel con el país. Es decir, en luna de miel con una prensa que aseguraba que era el país el que estaba en luna de miel con la monarquía. Una monarquía que inauguraba Mundiales de fútbol, Juegos Olímpicos y Exposiciones Universales. Una monarquía cuyo altísimo nivel a la hora de unirnos y representarnos marcaba el nivel del listón de nuestra democracia. Que el nivel democrático del país fuese de la mano del nivel de nuestra monarquía supondría un problema que, con los años, iríamos descubriendo. (klik egin-ver más)
Gerardo Tecé, en ctxt.es