
En su debe hay que apuntar su posición de subordinación a la política de la administración norteamericana que le llevó a confiar ciegamente hasta casi el final en la lealtad democrática de las potencias aliadas occidentales, tal como se desprende de su célebre "Desde Guernica a Nueva York pasando por Berlín". Hasta llegó a expulsar al comunista Juan Astigarrabía del Gobierno Vasco en el exilio para contentar a los americanos. En balde, porque la España franquista acabó ingresando en la ONU para vergüenza de los demócratas del mundo entero.
Fue un hombre absolutamente leal a sus ideas. Su partido, confesional entonces, fue el único de toda la órbita cristiana que se mantuvo fiel a la legalidad republicana, aún siendo cierto que en Alava y sobre todo en Navarra por la rapidez y la contundencia del golpe fascista hubo en un primer momento situaciones de confusión. Siempre se le reprochó que su gobierno debería haber intentado reconvertir la industria siderúrgica para la fabricación de material de guerra para la defensa de Bilbao. Fue una actitud quizás inconsecuente que hay que juzgar en el contexto de la ideología de su partido, que era la de una porción muy mayoritaria de la sociedad vasca de entonces.
Pero fue también indudablemente fiel a su pueblo y al juramento que hizo en Gernika: "hasta que el fascismo sea derrotado, el nacionalismo vasco permanecerá en su puesto". Por eso, más allá de las discrepancias políticas y estratégicas, salvo los franquistas, que le denominaban peyorativamente Napoleontxu, todo el arco político le ha respetado históricamente con el recuerdo de un hombre fiel a la República y a las libertades vascas.
Praxku
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