Siempre que se produce una catástrofe, un atentado o un crimen de singular vileza, experimentamos una cierta impotencia en el uso del lenguaje al tratar de expresar nuestro dolor o dar consuelo a las víctimas o, en su caso, formular una condena. A menudo las explicaciones que nos damos o recibimos sobre ese tipo de sucesos están contaminadas por juicios de carácter irracional o sesgados por intereses más o menos espurios. Eso que convencionalmente designamos como el mal, sea con minúscula o con mayúscula, rompe nuestros esquemas de la misma manera que descuadra y vuelve ininteligible la idea de un Dios cuya extrema bondad no le inhibe de consentir las desgracias de sus criaturas. (klik egin-ver más)
Miguel Rodríguez Muñoz, en Página Abierta
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