A 130 metros sobre el cauce del Aragón, hay un monte que, con el estúpido nombre de "Matapiojos", recorta su figura de falso volcán sobre Marcilla, mi pueblo, colocado allí abajo en la planicie del río.
Yo conquisté su cima aplanada a una edad en la que mi mundo acababa en el puente del ferrocarril, buscando mi primera Aventura (con mayúscula), junto a los amigos de siempre y desobedeciendo a mi padre, que expresamente me había prohibido cruzarlo. Nunca me arrepentí, a pesar de recibir la única “paliza” que el pobre, incapaz de matar una mosca, me propinó, un día de San Pedro: más por mancharme la ropa y los zapatos de fiesta que por otra cosa.
Y es que, valió la pena: conquistar nada menos que el castillo “de los moros”, escalar una montaña y perderse en el barranco de los Álamos (aunque yo siempre lo conocí como "el barranco").
Hoy, el destino del Matapiojos pende de un hilo a punto de ser desgarrado por excavadoras, en pro del progreso y esa necesidad de ir cada día más deprisa, un tren de alta velocidad cruzará veloz el Aragón, arrastrando viajeros de un lado a otro sin que puedan imaginar que allí, yo, un día escalé la montaña más alta del mundo, mi mundo soñado, entre olor a genista y a tomillo. Y ... oye, que no todos lo consiguieron, que alguno cayó rodando ya casi en la cima, cual croqueta rebozada.
Lástima que en aquella época no hubiese móviles. Ahora se podría hacer una recopilación de fotos de todos los que hemos pasado por allí, como si del Everest se tratase, a modo de homenaje póstumo a una montaña que, como nosotros mismos, está a punto de pasar a formar parte del pasado.
El Informático Mutante
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