Tras confirmarse que Mikel Zabalza no murió nadando en un río ni buceando entre objetos perdidos, así se ha dividido la opinión pública española, que dijera Anson al hablar de la mediática: mayoría silenciosa, minoría espantada y escoria aprobatoria. O sea, que se joda el etarra aunque no lo fuera. La prueba de lo mal, y de lo bien, que lleva el país la tortura es la ausencia de negacionistas. Lo que iguala a mudos, indignados y canallas es que ninguno ha mostrado sorpresa o incredulidad. Ni el más patriota ha puesto en duda el uso de la capucha con el detenido "para que vea la vida y la sensación esa de la muerte que está cogiendo". Ni el más inocente ha desmentido que llega "un momento en que lo que está respirando es su monóxido de carbono y entonces se ahoga, se ahoga, los esfínteres se le abren ". ¿Era la nuestra la sociedad enferma?
Puestos a ser tiquismiquis, se debate si la bañera es aceptable y los electrodos inevitables, y en modo alguno si de hecho se han utilizado o no en las comisarías. Ese detalle no lo discute nadie ni provoca escándalo. Ion Arretxe contaba en Intxaurrondo, La sombra del nogal que el forense lo visitó tras días de tormento, lo auscultó con el fonendoscopio y le soltó: "¡A ver si fumamos menos!". Cuando respondió que le dolía todo el cuerpo y tenía heridas en la frente, el médico concluyó: "Hay un hematoma en la frente, sí, pero debe ser de una mala postura al dormir". Hoy ni siquiera apremia ese pretérito afán por ocultar la obviedad, y el crimen de Mikel Zabalza se glosa con un doble cubata de chulería e indiferencia: torturado, sí, ¿y qué pasa?, ¿algún problema? Visto lo visto, ninguno.
Xabi Larrañaga, en Grupo Noticias
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