Hay algo de contradictorio en la muerte de un escritor, de un artista o de cualquier creador que nos deja su obra tras su marcha. Nunca se muere del todo. No desaparece el autor, se va la persona; por eso el dolor más fuerte de la muerte es siempre íntimo, el que queda tras el adiós popular, cuando uno vuelve a la casa y ésta está más vacía que ayer. Y cuesta más despedir al padre, al marido, al abuelo, al amigo, a la madre, a la compañera, a la hermana... que decir adiós a quien en el fondo nunca se irá. Los escritores como Antoñana no mueren para sus lectores, sean amigos, familiares o anónimos de la calle; todos aquellos que compartieron su compromiso para mantenerlo vivo en este complejo universo literario de quienes escriben desde su tierra y sobre su tierra y a los que demasiadas veces se empeñan en enterrar en vida. Con Pablo no pudieron. Él, como otros valientes que no temen a la muerte, ni al silencio, dejó escrito y publicado lo que pensaba, hasta su propio testamento literario. Hay muchos Pablo Antoñana en la memoria colectiva. Para mí, será siempre la mirada de una generación que me es muy cercana, la de quienes eran niños cuando estalló la guerra, la de mi propio padre, la de todos aquellos que no han conseguido borrarse la tristeza de la mirada. Sus historias, su pesimismo, su amargura, son las de cientos de hombres y mujeres a los que la guerra les robó la infancia. No hay vida suficiente para recuperar esa pérdida. Por eso apenas sonríen. Hombres y mujeres que desde su angustia aman la vida sin poder controlar su miedo, aquellos que, como Pablo, se hicieron a sí mismos a la sombra de la guerra y la dictadura.
Alicia Ezker (Diario de Noticias)
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