La lucha por la conservación del euskera aparece en el tiempo como una locura atávica, una inacabable quijotada, una inexplicable resistencia. Ahora toca comprobarlo en el piedemonte tafallés: allí donde se divorcian el ager y el saltus vasconun, donde todavía se besan topónimos antagónicos como Olibadia e Iratxeta, donde mengua el roble y medra el romero, los últimos vestigios del vascuence parecen una protesta contra su defunción, mientras que el renacimiento de la lengua en el siglo XX se asemeja a los esfuerzos de un parto.
Ya en 1682, el tafallés Francisco de Eraso, sin duda a la defensiva, alardea de la constancia y tesón que han tenido sus naturales "en conservar su lengua primitiva". Una lengua, apunta Eraso, "muy perfecta, y capaz de escribirse como todas, y más suave y fácil a la pronunciación que muchas". En 1790, en la vecina Artajona, toda la elite del pueblo, alcalde, regidores, veintenantes y párrocos se ven envueltos en pleitos por exigir, todos unánimes, que el notario del pueblo posea la lengua bascongada, "que es la que comúnmente se usa en la villa". Iban contracorriente y perdieron el juicio. En 1795 Inchauspe, párroco de Tafalla, dedicó a un cura a "catequizar algunos chicos del idioma bascongado, para prepararlos para la primera comunión, a satisfacción mía". Una pía ikastola intentando que el Siglo de las Luces, tan iluminador en otras cosas, no apagara nuestra lengua. (klik egin-ver más) Jose Mari Esparza Zabalegi, editor
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