El nuevo trabajo de la sociedad compuesta por Jon Garaño, Aitor Arregi y Jose Mari Goenaga es el título de esta 67ª edición de Zinemaldia que seguramente más cerca nos vaya a situar de esa meta tan deseada (y, de hecho, exigible en cualquier gran festival). Estoy hablando, por supuesto, de esa gran película que justifica, por sí sola, el desplazamiento, y que consecuentemente, nos va a acompañar de vuelta a casa.
Para esta ocasión, el conocido como «equipo Moriarti» prescinde del euskera, y filma en un castellano que, esto sí, va a estar profundamente marcado por los acentos y los dejes del sur. El lenguaje ceceante como punto de apoyo fundamental para la adaptación en la Andalucía de 1936. Se nos viene encima, una vez más, la Guerra Civil española. Empieza a correr así una historia que al principio se comporta como una caza humana angustiosamente trepidante... pero que al poco rato, nos aprisiona en la asfixia del –mejor– cine del encierro.
La oscuridad con la que el director de fotografía Javier Agirre Erauso baña cada imagen, cala inevitablemente en el espíritu de un relato cuyo propósito no es otro que arrojar algo de luz sobre uno de los episodios más oscuros de la Historia reciente del territorio visitado. Hay en las dos horas y media que dura “La trinchera infinita” un sentimiento insoportable de derrota eterna. De una humillación y de una indignidad que, por –terrible– justicia divina, se imponen como combustible de ese miedo y de ese rencor que crecen en los rincones más sombríos de cada hogar. De puertas para adentro, y encarcelados en un ambiente irremediablemente viciado, Jon Garaño, Aitor Arregi y Jose Mari Goenaga han firmado la que seguramente sea la película de posguerra perfecta.
Víctor Esquirol, en GARA
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