No voy a ser yo quien defienda al ministro Marlaska. Creo que sus antecedentes como juez-estrella de la Audiencia Nacional negándose a investigar sistemáticamente denuncias de torturas y malos tratos de personas detenidas e incomunicadas y las cinco condenas que acumula ya por ello el Estado español del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo le inhabilitan democráticamente para ocupar un sillón en el Consejo de Ministros. Marlaska ha disfrutados de los tiempos de glorificación política y mediática de aquellos jueces que hacen y deshacen a sus anchas amparados en el poderoso fortín de la justicia de excepción de la Audiencia Nacional. La glorificación se mantuvo –Marlaska llenaba páginas de periódicos, espacios radiofónicos y platós de televisión–, mientras sus decisiones caían bien, se ajustaban a lo que se espera de un modelo judicial sometido a las directrices de la política, en el que se anula la separación de poderes democrática. También les pasó a otros. Garzón fue juez-estrella mientras sirvió desde su impunidad judicial a determinados intereses políticos, económicos, judiciales o mediáticos, pero cometió el error de creerse que su impunidad era eterna. Arremetió contra los crímenes del franquismo, aún amparados por el sumiso silencio del Estado, y acabó también como juez estrellado en el Tribunal Supremo y su carrera judicial finiquitada. Ahora Marlaska es la pieza a cazar por los mismos que le elogiaban hasta el asco más pastoso cuando firmaba sin chistar los informes de la Guardia Civil que sostenían malamente macrosumarios político-judiciales. Pero en cuanto ha puesto pie en pared contra uno de esos informes –conformado por bulos, manipulaciones informativas, testimonios manipulados, errores de bulto, vídeos off de record robados, etcétera–, elaborado por el coronel de la Guardia Civil Pérez de los Cobos contra el delegado del Gobierno en Madrid por el 8-M y contra Fernando Simón y lo ha cesado, su buena prensa se ha acabado. El informe de Pérez de los Cobos –un personaje sombrío con antecedentes antidemocráticos de manual y representante de la imagen más reaccionaria de la Guardia civil–, es un ejemplo más del uso político de las fuerzas de seguridad y de la justicia. No hay pruebas mínimas en el mismo que puedan sostener indicio alguna sobre las acusaciones que investiga la juez Rodríguez Medel, pero pese a ello contiene unas conclusiones que conforman un relato no fundamentado, pero con indisimulada intencionalidad política. Convenientemente filtrado a los medios afines, la bola de la campaña de manipulación social y agitación política para intentar armar un proceso judicial ya predeterminado sin las garantías mínimas de la justicia democrática está en marcha. Un caso que guarda todas las similitudes en la forma, el fondo y el tipo de protagonistas al que padecen los jóvenes de Alsasua –y a otros anteriores en este país–, que acumulan ya 1.300 días de cárcel. Un sistema en el que se entremezclan intereses partidistas, cloacas policiales, nepotismo familiar y polítización de los altos tribunales de justicia que a nadie le puede pillar por sorpresa a estas alturas de la progresiva devaluación de la democracia en el Estado español. Menos a quienes conociendo este sistema han mirado durante años hacia otro lado –o han sido colaboradores del mismo incluso–, porque no les afectaba y ahora son sus víctimas.
Joseba Santamaría, en Diario de Noticias
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