Existen momentos en los que los recuerdos te hacen daño y el presente te atraviesa la dignidad hasta hacerse insoportable. Momentos que te rompen tus adentros y te hacen mirar con una profunda tristeza, no exenta de desprecio, a aquellos que pasan por la vida de puntillas, calzados con las zapatillas de la banalidad, con la mirada fija y acartonada de los fieles al poder, sin mirar a ninguno de los lados que rompen la razón de una democracia autoproclamada plena. Me refiero a la tortura, a la práctica de imponer un calculado dolor físico a un ser humano, hasta que este, hecho añicos, derrotado todo su ser existencial, olvide su libre albedrío y deje su voluntad de vivir en manos de su torturador. Me refiero al mayor horror que un ser humano puede llevar a cabo: apoderarse de la mente y del cuerpo de un semejante en base a su poder político e institucional. Y, sobre todo, también me refiero a quienes oían, comprobaban, conocían y sabían que el horror de la tortura era el «método» silenciado que nunca ellos, los comunicadores, debían mencionar, comentar o insinuar tras una detención. (klik egin-ver más)
Joxe Mari Olarra, en naiz.eus
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