En parte, es algo personal. En el sur de Rusia, donde crecí, la mitad de la gente que conocía tenía apellidos ucranianos. El sobrenombre de la menor de mis primos era “gallinita”, porque “Piven” significa “gallo” en ucraniano (la familia de su padre era del norte de Ucrania). Cuando nos zambullíamos en el cálido mar Negro a buscar paguros, o jugábamos a cosacos y bandidos, nunca pensaba en mis primos, a los que llamaba “hermano” y “hermana”, como ucranianos. Eran mi familia.
Los del sur de Rusia no solo estábamos cerca físicamente de Ucrania —mi abuela nació en la ciudad ucraniana de Mariúpol, a solo 112 km de distancia—, sino que estábamos cultural y lingüísticamente entrelazados. Las palabras ucranianas atravesaban nuestro dialecto del sur, y aún puedo cantar un par de canciones populares ucranianas. También compartíamos la misma rica tierra negra: si Ucrania era el granero de la Unión Soviética, Kubán —el nombre no oficial de nuestra región— era el granero de Rusia. (klik egin-ver más)
Anastasia Edel, en New York Times
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