Un paseante le dijo que había encontrado las ruinas de un caserío entre las zarzas, a diez minutos ladera arriba, en Jaizkibel. Mikel Salaberría le respondió que eso era imposible; él tiene 86 años, nació en la casa Martizkone de Lezo, conoce cada centímetro de este monte y allá arriba nunca vivió nadie. Cuando el paseante le explicó con detalle la situación de las ruinas, Salaberría cayó en la cuenta: "¡ah, no, aquello fue el campamento de los presos".
Entre la maleza quedaban restos de almacenes, establos, dormitorios de soldados y un par de largos barracones en los que se hacinaban hasta cuatrocientos presos en cada uno. Los recuperaron en 2016, cuando la asociación Etxetxo, de Lezo, despejó las ruinas y divulgó esta historia negra que casi nadie conocía. Salaberría, sí: él de niño veía pasar a aquellos republicanos obligados a construir la carretera de Jaizkibel, conducidos a golpes por los mandos franquistas, hundidos en el hambre, el frío y el agotamiento. Y veía a aquel cabo, más bajo que su mosquetón pero muy malo, ¡muy malo!, que mató de un tiro a un preso, en el camino. Si se fugaba uno, fusilaban a diez.
La carretera de Jaizkibel es absurda. Nadie la usa para ir rápido de un punto a otro, pero muchos vamos a pasearla: sube y baja por una montaña despoblada, apenas circulan coches, la panorámica impresiona. La construyeron por un criterio militar -querían un acceso al fuerte de Guadalupe desde el oeste- y porque disponían de miles de presos a los que castigar y reeducar en la obediencia. Es el mismo caso que Pikoketa, Arkale y Aritxulegi: son nuestras mejores carreteras para andar en bici, solitarias, serpenteantes, son las mejores carreteras porque las construyeron los esclavos. Les debemos, mínimo, la memoria.
Ander Izagirre, en El Diario Vasco
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