Franco ya estaba muerto y enterrado bajo una losa tremenda, la que la historia le destinaba y la piedra que le pusieron los suyos, creyendo que era un honor y en realidad era una metáfora. Franco ya no presidía telediarios ni escuelas, no se oía su voz meliflua ni veíamos su insufrible figura, pero su herencia se había introducido en las neuronas de millones de españoles que de su vida habían hecho un ejercicio cotidiano de angustias y miedos. Vivíamos, sí, temerosos de casi todo, desde el pecado con que se nos amenazaba desde los campanarios de todas las ciudades, al qué dirán los vecinos, a no salirse de madre, a no ser tenido por otra cosa, a no destacar, a no reírse demasiado, a no protestar, a, en definitiva, ver, oír y callar, una de las máximas que los amedrentados padres y maestros inoculaban a los hijos, junto con el consejo de cumplir los preceptos establecidos, llevar bien peinado el pelo y lavados en casa los trapos sucios para que nadie diga nada de uno, nunca, jamás, bajo ningún concepto.
Pilar del Río, periodista, presidenta de la Fundación Saramago, de la Sociedad de Amigos de infoLibre. El texto fue publicado en un libro homenaje a Manuel José García Caparrós