Recuerdo una película ambientada en los 80, protagonizada por un portorriqueño de Nueva York que, queriendo un futuro mejor para sus hijos, marcha a Florida con ellos y los abandona en una colchoneta a pocas millas de las playas de Miami. No está loco ni es un parricida en potencia. Ha ordenado a sus retoños que, cuando sean rescatados, digan que son cubanos que escapan del régimen de Fidel, en la confianza de que así serán tratados a cuerpo de rey. Estados Unidos ha utilizado durante décadas la ley del embudo en su política respecto a la emigración latinoamericana. Brazos abiertos para los huidos de la Cuba comunista y policía antiemigración para el resto, incluidos los procedentes de países “amigos”. Ahora mismo, Trump acaba de aprobar ayuda humanitaria para los refugiados venezolanos, mientras responde con violencia a las caravanas de centroamericanos que intentar llegar a EEUU. Buena parte de ellos proceden de Honduras, un país en el que sólo en los últimos doce años se han sucedido golpes militares contra presidentes electos de corte progresista, pucherazos electorales y judiciales en favor de los candidatos de derechas, centenares de asesinatos impunes de líderes medioambientales y sociales, y no menos muertos por la represión policial de protestas callejeras. Una élite política y económica exprime el país, y sólo reparte su poder con las mafias organizadas, responsables de buena parte de los casi 5.000 homicidios que hubo en 2018 en ese estado centroamericano de 9 millones de habitantes. ¿Quién con dos dedos de frente podría no querer cambiar eso? Pues podemos esperar sentados. Nadie señala a este país, no menos invivible, no más democrático ni menos afectado por políticas absurdas que Venezuela. Ni Estados Unidos ni Europa piden a su presidente que se vaya ni que deje gobernar a la oposición. Qué mala suerte tienen los hondureños, sin petróleo que esquilmar ni revoluciones bolivarianas que ahogar.
Aingeru Epaltza, en Diario de Noticias