Cinco años después del cese definitivo de la actividad de ETA, faltan todavía elementos para situar con precisión en qué momento de la construcción de una convivencia normalizada nos encontramos. El estúpido incidente de este fin de semana en Altsasu, una penosa escenificación de vuelta a un pasado de confrontación bipolar que muchos parecen añorar, confirma con meridiana claridad que mientras que un clima de distensión facilita la evolución colectiva de las ideas en sentido progresista, la tensión nos retrotrae a escenarios de maniqueísmo y reacciones extremas, el mejor caldo de cultivo para la ofensiva discursiva del pensamiento único simplificador, propio de sociedades atávicas. Como acertadamente ha recordado un diputado navarro en el Congreso, el cambio en nuestra comunidad no hubiese sido posible en una situación de violencia activa.
El marco post-ETA, en el que de una forma más o menos definida ya nos encontramos, no cumple de ninguna manera las expectativas de ninguno de los dos polos del conflicto. Para nada se asemeja a lo que los defensores de las posiciones más extremas de la beligerancia soñaron.
Telesforo Monzón, que puso en labios de Pantxo eta Peio la vinculación entre el sacrificio del capitán Saseta y el de Eustakio Mendizabal “Txikia”, tendría hoy que admitir si viviese que la sociedad no ha legitimado su empeño en presentar a los que él llamaba “gudaris de hoy” como continuadores de la resistencia de los que combatieron la sublevación fascista de 1936. Los presos que a duras penas van saliendo, son recibidos por su entorno social e ideológico más inmediato, no en loor de multitudes. Tampoco son los apestados que muchos quisieran ver, pero de ninguna manera héroes comúnmente reconocidos. El balance de ETA es desolador. En lo humano, evidentemente. Y también en lo político, en términos de avance hacia sus aspiraciones finales, de conciencia nacional y de la cohesión territorial de Euskal Herria.
También es evidente la frustración política del otro extremo de la beligerancia. La constelación de lo que fue el Foro Ermua, alimentada por la inaceptable persecución física a la que ETA le sometió, quiso extender su afán, en el que estuvieron implicados buena parte de los partidos estatales de mayor relevancia, hacia el desalojo del nacionalismo vasco de las instituciones, objetivo justificado en el presunto aprovechamiento que este hacía de la actividad de ETA. Del fracaso del intento del frente Mayor Oreja-Redondo Terreros-Savater en 2001 nació la Ley de Partidos, que sin el menor rigor jurídico, mediante la amputación efectiva de parte del censo electoral, consiguió en 2009 su principal objetivo, la lehendakaritza. El PSE, presunto principal beneficiario, ha sido el más perjudicado a la larga por aquel movimiento, visto desde la perspectiva de hoy. En las recientes elecciones autonómicas de septiembre de 2016, el PP no consiguió ni un solo voto en Lizartza, localidad que convirtieron durante cuatro años en estandarte de la revancha política en Euskadi. ETA ha sido derrotada, pero no se ha desencadenado por eso el efecto en cadena con el que soñaron. El nacionalismo continúa siendo hegemónico, la izquierda abertzale no está aislada socialmente, mientras que Regina Otaola, la artificial exalcaldesa de Lizartza, María San Gil, Edurne Uriarte o Jon Juaristi, ya sin necesidad de guardaespaldas, se tienen que dedicar a la política en Madrid, porque en la CAV no podrían soportar su irrelevancia, y Gotzone Mora, forzada a volver a la UPV tras perder el PP la Generalitat Valenciana en la que le habían colocado, lleva peor que mal tener que dar clases en Leioa hasta su cercana jubilación.
175 años después de ser asesinado por orden de Espartero, el legado de José Antonio Muñagorri conserva toda su actualidad. Pacifista, fuerista, un abertzale de su época en definitiva, el escribano de Berastegi hubiese tenido que cambiar muy pocas de sus palabras para solicitar el fin de ETA si hubiese vivido en nuestra generación. El todo o nada suele ser nada, y a veces, la involución, que es todavía peor.
Praxku