Nos dicen que les odiamos. Afirman que querer emanciparse de un Estado monárquico, sin separación de poderes y gobernado por élites extractivas, es lo mismo que odiar a su pueblo. Mienten e ignoran su pasado. Porque nadie ha odiado España como su propio Estado. La manera en la que ha tratado a sus intelectuales y artistas es buena prueba de ello.
Goya, el pintor que mejor ha retratado la tragedia de su modernidad, murió exiliado en Francia. Buñuel, uno de los mejores directores de cine del siglo XX, lo hizo en México. Federico García Lorca yace en una cuneta, sin que nadie se haya molestado en desenterrar lo que Miguel Hernández habría llamado «su noble calavera». También él, último rayo de esperanza en llegar a la explosión cultural de la Generación de los 27, murió represaliado por su país, en una mísera cárcel de enfermedad y cebolla. Cernuda, el poeta del amor trascendente que cantó a la vida sin muros, murió en México, como Buñuel. Su compañero Pedro Salinas lo hizo en Boston, sin que su país le reconociera la voz a él debida.
A Galdós, el escritor más leído de su tiempo, la Iglesia jamás le perdonó su anticlericalismo. Hasta en tres ocasiones se hizo campaña desde España para que no recibiera el Premio Nobel, a pesar de que se le considera el mejor novelista español desde Cervantes. Fray Luis de León y Unamuno comenzaron sus clases tras la cárcel y el exilio con un «como decíamos ayer…». Antes de morir, Antonio Machado recordó en Francia sus días azules, su sol de la infancia. José Bergamín se desterró a Euskal Herria, como Eva Forest, como Alfonso Sastre, «por no darle a mis huesos tierra española».
Cuando luchamos por otro Estado, el pueblo español, al que amamos como a todos los pueblos, no debería acusarnos de odiar España sino odiarla con nosotros, por haber aplastado siempre su posibilidad más democrática y más justa. Solo así podría honrar el nombre de todos los poetas muertos, la memoria de esos capitanes de su alma que desterró al exilio y todas las posibilidades históricas que mandó fusilar.
Irati Jiménez, en GARA