Del superpelotazo, al superpinchazo. En veinticuatro horas. La Superliga no ha llegado ni a sacar el balón del centro de campo. Lo que iba a ser la nueva era del fútbol. A salvar de una muerte segura al balompié. A llevar definitivamente el deporte rey a la mundialización no ha durado ni un suspiro. Ha sido una puesta en escena virtual. Como un holograma. Ya nos habíamos imaginado a la créme de la créme, jugando su liga en estadios de titanio con restaurantes acristalados en los palcos llenos de jeques, millonarios, chinos y rusos, corriendo el Moët Chandón y azafatas de lujo sirviendo canapés de Sevruga en la zona VIP. Sólo para sus ojos.
El resto del mundo en su saloncito con la tele y la comida basura, bebiendo cerveza a morro en camiseta de tirantes mientras la parienta trajina una tortilla en la cocina. Y los equipos «pobres» otra vez en campos de tierra, con botas de cuero y cordones, camisetas remendadas y pañuelo en la frente como Panizo en Cuéntame. Y la afición suspirando por aquellos días en que el Madrí o el Barça llegaban a provincias en el rutilante autocar firmado autógrafos a los chavales de ojos deslumbrados y mocos sin pañuelo. Estadios gélidos, aficiones en gabardina y paraguas. Otra vez al patadón y la espinillera, mientras los ricos se fuman un habano de cincuenta dólares con corbata en la burbuja climatizada e insonorizada Un estremecimiento de terror se adueñó de la afición (y de los gobiernos que viven de la misma).
Juan Carlos Viloria, en La Rioja
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