Tengo amigos que al ver
algo escrito en euskera comienzan a decir chorrada tras chorrada a cada
cual más estúpida y, por puro ahorro de energía, te callas. Tengo amigos
que al ver u oír algo relacionado con España comienzan a decir chorrada
tras chorrada a cada cual más tópica y rancia y, por puro ahorro de
energía, te callas. Te callas tras mucho haber hablado y haber
comprobado que semejantes taras -algunas edificadas sobre alguna base,
otras ni siquiera eso- son incomprensibles para ti, habida cuenta de que
ya son mayorcitos, en general buena gente que atravesaría Groenlandia
en pelotas por ir a echarte una mano, pero que, en resumen, no están
dispuestos ninguno a que les entre absolutamente ni una sola nueva idea,
dato o sensación en la cabeza. Ante ese muro de comodidad ajena, no se
puede pelear y hay que mantener el tipo, siempre y cuando, por supuesto,
lo que uno oye no rebase ciertos límites. Toda esa gente vive en la
misma ciudad, pisa las mismas calles, incluso se habrán emborrachado
juntos, abrazado y hasta besado. De compartimentos completamente
estancos como estos está forjada de momento a fuego esta sociedad tan
putrefacta a ratos, a ratos asquerosos a más no poder como los que se
vivieron el miércoles y en los que, una vez más, lo mejor de
cada casa se dio cita para cargarse una demostración de hastío y, por el
contrario, armar hasta los dientes a quienes dicen pretender combatir.
Esto te lo enfoca un marciano desde arriba, lo analizan unos marcianitos
de 4 años mientras se desayunan sus krispis de kryptonita -también las
miles de horas invertidas por miles de ciudadanos en cruzar mensajes,
sms, mails, tuits y textos hablados y escritos- y el diagnóstico es
claro: ahí yo no bajo, vámonos a otra parte. Nos queda tanto para ser atractivos que les entiendo.
Jorge Nagore, en Diario de Noticias
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