domingo, 21 de septiembre de 2008

DE SARTAGUDA A URDANIZ


Si buscas con el dedo entre los 3.200 nombres de republicanos asesinados grabados a sangre y fuego en el muro del Parque de la Memoria de Sartaguda, posiblemente, no encontrarás a los tres de Urdaniz. No tienen apellidos ni sus familias sabe dónde duermen la eternidad en una fosa profunda y bien cubierta por cuarenta años de dictadura y treinta de vergüenza. Pero existir, al menos los restos óseos, persisten enterrados en lo hondo de un prado del Valle de Esteribar, bien lo sabe mi amigo el pastor jubilado. Con su permiso guardo el anonimato pero tengo que contar una historia que puesta negro sobre blanco puede servir a alguien para colocar rostro a quienes hibernan en una hoya cercana a la pequeña localidad de Urdaniz.
Todo pudo comenzar hace 70 años, el 22 de mayo de 1938. El mismo día que alguno de Olite pensaba en la romería a la ermita de Santa Brígida, se produjo en el Fuerte de San Cristóbal cercano a Pamplona la mayor fuga de presos republicanos registrada en una prisión franquista.
Por las faldas del monte Ezkaba corrían mil fugitivos, de los que casi doscientos fueron cazados como a conejos y, algunos, enterrados malamente en las cunetas.
Y aquí engarza la historia con mi pastor, que de zagal dejó su pueblo a orillas del río Arga para ganarse el pan como rabadán en un valle cercano a Pamplona. Me cuenta, y transmito, que entonces tenía aproximadamente veinte años.
Habían pasado, más o menos, tres lustros de la fuga del Fuerte y el chaval que cuidaba las ovejas miraba extraño todos los días cómo un aldeano respetaba con el arado un pedazo de su finca. “Nunca me atreví a preguntarle, pero yo me daba cuenta de que allí había algún secreto”.
Le picó tanto la curiosidad que acudió a un primo del dueño del terreno, con el que tenía más amistad. Y el pariente le contó que en plena Guerra Civil, en la carretera que de Iruña va a Francia por Roncesvalles, varios coches se orillaron a la altura de la revuelta de Kaskaxu, situada antes de llegar a lo que hoy es la empresa Magnesitas de Zubiri.
Unos hombres uniformados bajaron hacia el río Arga por la muga que unía las fincas de los vecinos Casimiro Lusarreta y Juan Lizoain. Cerca de la huerta de Migueltorena tirotearon a tres paisanos y luego ordenaron a dos del pueblo que les dieran sepultura allí mismo.
El enterrador forzoso contó al pastor que los asesinados “debían ser gente importante pues los tres iban muy bien vestidos, uno de ellos llevaba una boina completamente nueva. Se dijo que alguno debía ser alcalde de una ciudad importante...”. El del pueblo también narró que “quienes los mataron eran gente relevante, oficiales del ejército o jefes de la guardia civil”.
Han pasado más de cincuenta años de la conversación entre el joven cabrero y el testigo del paseíllo. La fosa de los tres de Urdaniz sigue ahí, en el mismo prado, con los mismos restos sumergidos que quién sabe qué familiares lloraron durante tantos años.
Hace unos meses dos de Olite regresaron al lugar del fusilamiento para testarlo. Señalarlo y, quién sabe, abrir una pequeña luz a la espera de que alguien reclame unos huesos que hoy por hoy no tienen nombre en el muro de la dignidad que se alza en Sartaguda. El pastor puede dormir tranquilo. Ha cumplido su trabajo. A la sociedad le queda el resto. A ver si no hay que esperar otros setenta años.

Luis Miguel Escudero (La Voz de la Merindad)

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