lunes, 20 de febrero de 2017

HUBO UN TIEMPO

En que las cosas estaban claras. O cuando menos, en su sitio. Las cosas de la vida, la muerte, del amor y del día a día; las creencias, las utopías y hasta el lugar que uno ocupaba en el mundo. Todo estaba en su sitio. Sabíamos a qué atenernos. Usted sabía las reglas del juego. Uno militaba y amaba y sabía porqué y para qué. Uno tenía fe, el que la tenía, y le servía para interpretar los designios del pasado, del presente y hasta del futuro. Porque el destino no era un juego trucado y el presente sucedía al pasado. En definitiva, estábamos armados de un yo fuerte y sin fisuras. Y si éramos rehenes, sabíamos el precio del rescate. Pero ese yo fuerte y cartesiano se ha fragmentado en mil pedazos. Ya nadie sabe a qué atenerse. Su vida, la de usted y la mía, es un itinerario a la deriva que puede recalar en varios puertos, reconstruirse decenas de veces y reinventarse en sucesivos yoes edificados sobre los restos de no pocos naufragios amororos o sobre los numerosos saldos vitales de nuestra existencia.
Y es que ya no hay certezas, como si éstas estuviesen reñidas con la verdad; esa verdad que parece prescindible en cada uno de nuestros actos y opiniones. Esa verdad que la posmodernidad desterró de nuestras creencias y prácticas vitales. Como si el engaño, la trampa o el artificio fueran los referentes morales de nuestra época. Pregúnteselo a un tal Urdangarín. Por eso, frente a los deseos cumplidos de nuestros abuelos, de su automplacencia sincera con su vida, hoy sucumbimos ante los deseos de porvenir hipotecado. Y frente a aquel yo fuerte, una mitad de nosotros mismos no se aguanta y la otra se desmorona en busca de aliados con los que pactar la insoportable incertidumbre. Así que lean El fin del homus sovieticus, de Svetlana Aleksiévich. Llorarán, sí, pero encontrarán consuelo entre tanto apocalipsis. 
Paco Roda, en Diario de Noticias

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