Un ejecutivo de Wall Street entra en un bar. Se sienta junto a la barra y descubre a su lado, en un taburete y cabizbajo ante un whisky, a un cardenal del Vaticano, con su sotana, solideo y todos los adornos habituales.
“Monseñor, ¿se encuentra bien?”, pregunta el broker al purpurado, que suspira y habla en voz baja: “Regular, hijo, regular. No levantamos cabeza con los casos de pederastia. Cada vez salen más denuncias, y no ha hecho más que empezar. El Santo Padre está desesperado, no sabe qué hacer para salvar la imagen de la Iglesia. Estamos en crisis.”
“¿Crisis?”, responde el ejecutivo, sonriendo. “De eso yo sé mucho. ¡Crisis! Hace un año estaba yo como usted, hundido y pensando que era el final. Y míreme ahora. Tan tranquilo. Si quiere, puedo darle algunos consejillos.” El cardenal se gira y lo toma por los hombros: “Por favor, hijo, cuéntame cómo lo hicisteis.”
“Se lo explicaré con sencillez”, dice el ejecutivo, que saca su blackberry para mostrarle un powerpoint. “Lo primero es dejar claro que se trata de casos aislados, individuales, que nada tienen que ver con el funcionamiento del sistema. Nosotros culpamos a la codicia de unos cuantos; ustedes pueden denunciar la lujuria de unos pocos. Pero que los fieles tengan claro que no hay nada en el sistema católico que favorezca esos abusos. Ni el celibato, ni el secreto, ni las relaciones de dominación, ni la homofobia, nada. Todo es culpa de unos pocos pecadores, manzanas podridas que hay que apartar.”
“Segundo, propósito de enmienda. Ya me entiende. Prometan algo grande, generen expectativas: digan que van a refundar la Iglesia, que han aprendido la lección, que no volverá a pasar.”
“¿Crees que funcionará?”, pregunta el cardenal, con un brillo en los ojos. “Claro, padre. Nosotros ya hemos conseguido que la culpa de la crisis sea de los trabajadores, de sus sueldos y su baja productividad. Si me hace caso, en un año acabarán echando la culpa a los niños, por ir provocando.
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