lunes, 3 de noviembre de 2008

DON SANTIAGO DOXANDABARATZ, ORGULLO DE TAFALLA



Tuvieron que pasar 40 años del golpe militar para que las sanciones “por responsabilidades políticas” fueran indultadas. Algunos pudieron iniciar el exilio del regreso. Para entonces ya había venido de Venezuela Santiago Doxandabaratz, don Santi, extraña mezcolanza de demócrata liberal, cofrade de la Virgen de Uxue, independentista, empresario y activista social. De origen carlista, fue fundador de la primera Junta Nacionalista de Tafalla –“hijo de buen carlista, buen nacionalista”, decía- y promotor de cooperativas agrarias para la Solidaridad de Obreros Vascos.

El 19 de Julio de 1936 había salido, pies en polvorosa, hacia el exilio, para que los fascistas no le hicieran comer la ikurriña del Eusko Etxea. No era la primera vez que cruzaba la muga hacia Iparralde por motivos similares. En el año 1922, siendo concejal nacionalista, consiguió que el Ayuntamiento colocara, por vez primera, la bandera de Navarra en el balcón consistorial. Llegada la dictadura de Primo de Rivera fue destituido. Quizás poco consciente del nuevo aire político, el día de San Francisco Xabier, patrón de Navarra, le dijo al conserje del Ayuntamiento que no olvidara colocar la bandera, y así lo hizo el funcionario. Coincidió que ese día el Somatén celebraba un alarde en la plaza. Viendo ofendida la unidad española, los somatenistas subieron al balcón, retiraron la bandera, detuvieron al conserje y buscaron al culpable, que corrió a refugiarse ultrapuertos. Santi guardó siempre la sanción gubernativa “por colocar la bandera de Navarra”, símbolo asaz sospechoso de separatismo durante años, hasta que los españolistas se dieron cuenta que la necesitaban precisamente para anteponerla a la ikurriña.

Con la edad había simplificado al límite su ideario político: “Mira muete, aquí no hay más que vascos y antivascos –me decía- y la gente mala abunda entre estos últimos”. Su txapela renqueante nunca faltaba al final de aquellas manifestaciones antifranquistas que organizábamos los “rojos”. “Da igual quién convoque –decía, remedando a los músicos malos- en el calderón nos encontraremos”. Sabedor de la importancia de la memoria, la casa de don Santi era un santuario de recuerdos, fotografías, iconos, libros y periódicos antiguos, que nos adentraron en el pasado y pusieron cierta tonalidad historicista a nuestros primeros panfletos. El fue el primero que me dio, de su puño y letra, el listado de los fusilados tafalleses en la guerra anterior. “Los vascos somos como el corcho –me decía, disfrutando de mi interés- nos pueden tener un tiempo bajo el agua, pero al menor movimiento, siempre volvemos a flote”.

Nunca abandonó su viejo partido, y la vejez no menguó su pasión independentista. En su entierro le cantamos todos. La bandera de Navarra ya era legal en el Ayuntamiento, esgrimida ahora por los mismos somatenistas que la quitaron. Santi, pionero, descansaba en paz.

(Jose Mari Esparza, en “Cien razones por las que dejé de ser español”)

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